Con una cicatriz profunda en la pierna izquierda que le causa cojera, el sudanés Ahmed Kabeer espera atravesar el Tapón del Darién, un corredor selvático de 266 km entre Colombia y Panamá para continuar con su anhelo de llegar a EE. UU.
Kabeer se embarcó en una travesía distinta a la de los árabes y africanos que se lanzan al Mediterráneo en busca de Europa. Prefirió alejarse de la guerra y la pobreza viajando entre continentes para algún día alcanzar el sueño americano.
“Hay una ruta” por Latinoamérica, explica el sudanés de 34 años y cuenta que ingresó a América a través de Brasil.
“Descubrí que no es difícil obtener una visa para ir a Brasil”, dice el sudanés que pasó también por Perú y Ecuador.
De Colombia irá a Panamá y seguirá empujando al norte hasta Estados Unidos. El recorrido es posible sin documentos pero con dinero en los bolsillos. Son fronteras porosas donde el soborno es común, comenta Kabeer.
La odisea del sudanés se inició poco después del estallido, en 2003, del conflicto interno en Sudán, que involucra a minorías étnicas. Al año siguiente su madre y su tío fueron asesinados. Decidió huir por varios países de África y Oriente Medio hasta que Israel lo expulsó en 2018. Volvió a Sudán y, en 2019, fue capturado por agentes estatales.
Kabeer asegura que su cojera es producto de la tortura que recibió en su filiación tribal. Una marca profunda le atraviesa el gemelo izquierdo hasta el talón de Aquiles.
Desesperado, viajó como turista a Sao Paulo el año pasado. Desde su aterrizaje lleva al menos 5.000 kilómetros recorridos por tierra y, con suerte, busca llegar a “un lugar seguro donde pueda hablar inglés… como EE. UU. o Canadá”, dice.
La ruta de Colombia hasta México suele tomar entre siete y diez semanas. La probabilidad de sufrir “violencia física y psicológica es considerablemente alta a lo largo del viaje y especialmente entre Colombia y Panamá”, dice un portavoz de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).
“No es una ruta 100% segura, enfrentaré dificultades”, reconoce Kabeer. Junto con él, son 22 hombres y mujeres del otro lado del mundo que pasan inadvertidos entre cientos de desesperados de Haití y Cuba. Casi ninguno habla español, pero algunos dominan el portugués y han podido arreglárselas como intérpretes.
Los migrantes llevan con ellos linternas, baterías y machetes, esenciales para el siguiente tramo que se cruza de noche entre pantanos, serpientes y narcotraficantes.
No obstante, enfrentaron una pausa forzada por la pandemia de COVID-19, cerca de 700 migrantes quedaron represados por semanas en Necoclí, Colombia. En este poblado improvisaron un campamento a la espera de que se reabrieran las fronteras para continuar.
Entre enero y octubre de 2020 Panamá interceptó a 287 africanos en la selva y los trasladó a albergues temporales, a la espera de que Costa Rica les abra paso. La pandemia redujo el flujo. En 2019 la cifra superó los 5.000 migrantes.
Al igual que Kabeer, Mohammed Al-Gaadi, de 50 años, también descartó lanzarse al Mediterráneo. Este chofer huye de la guerra que desde 2014 destroza a Yemen, el país más pobre del mundo árabe. En 2017 decidió irse a EE. UU. Cruzó el mar Rojo en ferri hasta Yibuti y de allí voló a Sao Paulo. “No hay una ruta buena”, dice.
Al-Gaadi cruzó de Brasil a Ecuador, donde trabajó tres años como vendedor callejero. Envió dinero a su esposa y cinco hijos en Yemen y también ahorró para retomar su viaje.
Otro africano que espera cruzar el Darién, para lo que recurren a coyoteros que cobran de $ 2.000 a $ 3.000, es el guineano Karifala Fofana, de 20 años. “En África hay muchos problemas. No hay trabajo, hay mucha corrupción”, lamenta en francés.
Fofana, quien trabajó medio año en Brasil, se atreve a dar cifras de lo que ha sido esta odisea para él. “Yo he gastado casi $ 10.000 para salir de África y llegar aquí”, relata.
Los tres africanos aseguran que para cruzar fronteras solo se necesita dinero. (I)